domingo, 5 de septiembre de 2010

La mesa coja



Resulta que anoche se nos antojó uno de esos sábados tranquilos en los que disfrutar de nuestra compañía mutua y de una buena película en el cine. Y aunque el tiempo nos apremiaba y casi nos tiraba de las orejas reprendiéndonos por nuestra falta de puntualidad (la cena se tuvo que convertir en un paquete gigante de palomitas y una Coca-Cola) lo cierto es que entre nuestras prisas agitadas, atravesando la galería comercial no pude por menos que sorprenderme del cierre de una tienda de decoración, donde normalmente, y casi como hábito, cada vez que pisábamos el centro comercial teníamos parada obligada. Era uno de esos almacenes repletos de cosas maravillosas y brillantes que hipnotizaban como los caramelos y los helados hipnotizan a los niños en los escaparates de pastelerías tan singulares como Maype. Una de esas tiendas con carné de cliente beneficiado de descuentos especiales y regalos en los meses donde celebrar los aniversarios, las onomásticas, a los padres y a las madres y, en definitiva, casi todo lo que se quiera celebrar. Una de esas tiendas, decía, donde uno se para a mirar y donde casi nunca compra nada, donde los muebles vienen de la India o de China, donde debido a su carácter artesanal los defectos, golpes o grietas eran cosa inevitable del producto debido a las características, condiciones y un largo etcétera que el detallista de turno se encargaba de anunciar en sus correspondientes cartelones. O sea, devolución o cambio igual a cero.
Recuerdo ahora haber visto maravillosos muebles apetecibles en cualquier rincón de mi salón, o al fondo del pasillo de la casa, o en la entrada junto a los baúles repletos de correspondencia de hace años, de correspondencia auténtica, de la de antes, la que viajaba por avión en sobres ribeteados con rayas azules y rojas. En fin, esa clase de muebles muy de mi gusto con una personal estética muy cercana a las decoraciones colonialistas. Precisamente donde ahora vengo a recordar mi pequeña mesa coja de la India, la que vigila los movimientos de la casa desde el fondo del pasillo, la de madera teñida de oscuro, la que soporta los guerreros de xian de arcilla o las esferas acristaladas y refulgentes como soles. Esa mesa que en su día me llevé orgulloso pese a sus imperfecciones, pues en ella vi el inicio de nuevas etapas dentro de mi hogar, el inicio de un cambio que hace ya tiempo surgió efecto. Y en contraposición a ella no puedo evitar el recordar una veintena de muebles deseados y antojados allá en el almacén de la galería comercial: espejos, marcos, lámparas, camareras, mesas, reposa pies y un sinfín de añoradas esperanzas decorativas que se quedaron en la tienda porque tenía este o aquel defecto.
Y ahora se fueron, desaparecieron sin más, para siempre quizás. Tendré que buscarlos en otros establecimientos, ser infiel a mi tarjeta de cliente que ya no servirá dentro de aquellas paredes de cristal, observarlos, oler su madera ajada, acariciarlos y pedirles perdón, porque la perfección no es objeto de nadie, ni dueña de nosotros, porque las repudié a pesar de mi carné de privilegiado frente a otros extraños o porque, de haberles dejado elección, igual ellos me hubieran repudiado a mí.Me toca tirar la banda magnética que me obligó a volver la vista a otro lado cuando los observé por primera vez.

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