lunes, 13 de septiembre de 2010

River deep, Mountain high.


¿Todo vale? Y a cambio de qué el valor se pierde y ya no queda más que la gris y agria falsedad. ¿El orgullo todo lo puede? Y qué valor tiene el orgullo cuando se muestran las plumas vanidosas agitándose con sus vaivenes mientras la cabeza permanece enterrada a dos metros bajo tierra.
El grandioso Phil Spector, ese que allá en la década de los sesenta inventara lo que se denominó como el muro de sonido, el productor ansiado y venerado por todos los artistas que proclamaban a los cuatro vientos sus conquistas en las listas de éxitos, aquel que ahora no es más que un anciano decrépito oculto tras las rejas de alguna prisión perdida en Estados Unidos por asesinar a una joven a punta de pistola, ese Phil Spector magnífico –decía- escribió en una de sus más celebradas letras when you were a young boy did you have a puppy that always followed you around. Un perrito que te seguía a todas partes, allá donde fueras, para celebrar cada paso, cada palmada, cada voz, cada locura… Y yo me pregunto, ¿realmente eso es lo que somos a los ojos de determinadas personas? ¿Perros fieles capaces de seguir al amo hasta el infinito y más allá sin rechistar? Y cuando llegue el triste momento de mis ladridos, ¿me abandonarás a la izquierda de aquella gasolinera de carretera, a los pies de la cuneta?
En algún momento de aquella vieja canción quizás hubieras deseado que te cantara well, I'm gonna be as faithful as that puppy, no, I'll never let you down para hacerte sentir plena, viva, orgullosa… Pero resultó que como la ama que creíste ser de este perro, tu vara de mando se convirtió en la fusta de tus sueños. Porque no todo vale, porque aquello que se viste con la palabra valor esta por encima de la falsedad y de los giros y requiebros emocionales en los que algunos o algunas intentan encadenar al resto. Y ahora te asombrarás de estar sola. Sola y perdida. Sola y humillada. Sola, sin los faustos que te corresponden. Sola y sin dinero. Sola y sin amistad.
Porque si de ti hube de aprender algo que sea no de tu vanidad, sino de tu orgullo. ‘Cause it goes on and on like a river flows, and it gets bigger -baby- and heaven knows, and it gets sweeter -baby- as it grows.
Y mi orgullo querida amiga, es profundo como un río y alto como una montaña.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Los sueños de Karmelo C. Iribarren. O los míos…


Se acaba la semana, lenta y paulatinamente. Es ahora, el ahora de meditar las horas dejadas atrás y los días que comenzaron naciendo doblemente, con la semana y con un nuevo mes. Y te das cuenta que quisiste hacer esto y hacer aquello y que inevitablemente este es ya el septiembre número treinta y uno en el que el sol del verano empieza a despedirse y donde la colcha francesa que viste la cama de forja comienza a vestir los pies de uno en las noches que ya se clavan por entre las costillas buscando un resquicio de calor humano. Y así, sin más, piensas en los sueños que el poniente barre en la orilla de una playa más y, fijando la vista en el horizonte, no sabes dónde quedaron los deseos y dónde las promesas cumplidas.

Lo fueron todo
y ya los ves
ahora,

abatidos por los días
iguales,

como pasquines en los charcos.

Vivir
se reduce
a esquivarlos.

Y las palabras de Karmelo hieren la retina y aturden el alma. Vivir se reduce a esquivarlos… Y en ese pleno y vano conformismo haces que me cerciore de tu billete de avión para mañana. Te vas. Te vas y vuelves. Y en los próximos tres días, abatido, se irá todo, como pasquines en los charcos. Y yo seré más consciente aún de la puerta que me lleve al piso treinta y dos, y esperaré. Porque vivir no se reduce a esquivar los sueños. Porque los sueños son, simplemente, hasta que el amanecer me despierte a tu lado.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Palabra de Shlomo Avayou, amén.


Basten las siguientes palabras del gran poeta hebreo Shlomo Avayou, fragmento de su poema Oración, para dar algún ápice de sentido a este pequeño artículo que hoy escribo más como desahogo que como empeño personal en un puro y bondadoso acto en el que compartir impresiones con ustedes.

(…)Y si muero antes de confesarme,
decídselo a nuestro tenebroso padre.
De todos tus obedientes, hipócritas, hijos,
ningún amor como el mío, el de tu hijo rebelde.
Ningún amor.

Y es que soy consciente de que en ocasiones nos podemos mover por terrenos fangosos y tenebrosos, donde la aparente humildad y entrega esconde un azaroso interés pocas veces entendible, hasta –claro- el momento de la confesión ante nuestro más que perverso y tenebroso padre. Y con padre no vengo a referirme a la relación filial de ningún ser humano frente a otro, más bien hago una referencia clara a esa constante presente en nuestras vidas, llámenlo naturaleza, destino, dios, o como bien prefieran. Y es que el ser humano a veces resulta tan ruin y mezquino que sólo utilizando el mal pensamiento podemos llegar a la cordura de las palabras e intenciones de los demás. Puede que se deba a que el ladrón cree que todos son de su condición, tanto en un extremo como en el otro, y de esto tan culpable es el que levanta la espada de Damocles como el que pasivamente se coloca bajo el filo de la misma. Y es que los favores no se hacen porque sí o porque también. Para todo hay motivos, señores, y “si usted no está a gusto en el sitio en el que pone sus posaderas, que sepa que en mi sofá el cojín es mullido y está relleno de la mejor de las plumas de oca”. Y yo digo, gracias a dios (si es que existe) que se inventaron los contratos editoriales. Por eso, ¡oh padre! ningún amor como éste el de tu hijo, el rebelde, el que el mundo terminará convirtiendo en hipócrita.
Amén.

domingo, 5 de septiembre de 2010

La mesa coja



Resulta que anoche se nos antojó uno de esos sábados tranquilos en los que disfrutar de nuestra compañía mutua y de una buena película en el cine. Y aunque el tiempo nos apremiaba y casi nos tiraba de las orejas reprendiéndonos por nuestra falta de puntualidad (la cena se tuvo que convertir en un paquete gigante de palomitas y una Coca-Cola) lo cierto es que entre nuestras prisas agitadas, atravesando la galería comercial no pude por menos que sorprenderme del cierre de una tienda de decoración, donde normalmente, y casi como hábito, cada vez que pisábamos el centro comercial teníamos parada obligada. Era uno de esos almacenes repletos de cosas maravillosas y brillantes que hipnotizaban como los caramelos y los helados hipnotizan a los niños en los escaparates de pastelerías tan singulares como Maype. Una de esas tiendas con carné de cliente beneficiado de descuentos especiales y regalos en los meses donde celebrar los aniversarios, las onomásticas, a los padres y a las madres y, en definitiva, casi todo lo que se quiera celebrar. Una de esas tiendas, decía, donde uno se para a mirar y donde casi nunca compra nada, donde los muebles vienen de la India o de China, donde debido a su carácter artesanal los defectos, golpes o grietas eran cosa inevitable del producto debido a las características, condiciones y un largo etcétera que el detallista de turno se encargaba de anunciar en sus correspondientes cartelones. O sea, devolución o cambio igual a cero.
Recuerdo ahora haber visto maravillosos muebles apetecibles en cualquier rincón de mi salón, o al fondo del pasillo de la casa, o en la entrada junto a los baúles repletos de correspondencia de hace años, de correspondencia auténtica, de la de antes, la que viajaba por avión en sobres ribeteados con rayas azules y rojas. En fin, esa clase de muebles muy de mi gusto con una personal estética muy cercana a las decoraciones colonialistas. Precisamente donde ahora vengo a recordar mi pequeña mesa coja de la India, la que vigila los movimientos de la casa desde el fondo del pasillo, la de madera teñida de oscuro, la que soporta los guerreros de xian de arcilla o las esferas acristaladas y refulgentes como soles. Esa mesa que en su día me llevé orgulloso pese a sus imperfecciones, pues en ella vi el inicio de nuevas etapas dentro de mi hogar, el inicio de un cambio que hace ya tiempo surgió efecto. Y en contraposición a ella no puedo evitar el recordar una veintena de muebles deseados y antojados allá en el almacén de la galería comercial: espejos, marcos, lámparas, camareras, mesas, reposa pies y un sinfín de añoradas esperanzas decorativas que se quedaron en la tienda porque tenía este o aquel defecto.
Y ahora se fueron, desaparecieron sin más, para siempre quizás. Tendré que buscarlos en otros establecimientos, ser infiel a mi tarjeta de cliente que ya no servirá dentro de aquellas paredes de cristal, observarlos, oler su madera ajada, acariciarlos y pedirles perdón, porque la perfección no es objeto de nadie, ni dueña de nosotros, porque las repudié a pesar de mi carné de privilegiado frente a otros extraños o porque, de haberles dejado elección, igual ellos me hubieran repudiado a mí.Me toca tirar la banda magnética que me obligó a volver la vista a otro lado cuando los observé por primera vez.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Carlos Barral, poeta y editor.


Ser el gato,

hacer un esfuerzo y ser el gato

transitorio del alba y en la cumbre

del mundo transitado, y presumible.

Esta naciente madrugada me arrolla un pensamiento alentador, Carlos Barral. Sí, lo sé, es un atrevimiento limitar a uno de los grandes poetas de la generación del 50 como un simple resquicio de aliento o la imagen de un esperanzado deseo, pero para mí es inevitable trazar junto a él un paralelismo llamativo. Sé también que algunos me atropellarán y dirán de mí que poseo una falsa modestia o que carezco de humildad, pero hoy ya es inevitable transcribir las ideas que pasan veloces por el teclado directas a este blog.
¿Editor o poeta? Ante muchos he defendido estos dos últimos años mi condición de poeta por encima de la editor, a la que llegué de manera fortuita y sin apenas esperarlo. Es duro, cualquiera puede imaginarlo, luchar contra la corriente para hacerse un hueco dentro de este mundo literario lleno de tantos grandes egos y de tantas incoherentes envidias, uno trata y ha tratado siempre de dirigir su poética con los ánimos necesarios, templados o no, para que se le reconozca su derecho a la inocencia, pues qué es si no la poesía, maravillosa interpretación en boca de Julio Rivera Cross: la poesía es la inocencia en este mundo. Y por tal uno tiende sus manos y alza la voz frente a los que quieren escuchar, aquellos los de entonces, que parecen no ser ya los mismos (jarro de agua fría de un excepcional Neruda).
Yo, el de entonces, no sé si soy el mismo de hoy. Los dos últimos años me he entregado a un proyecto hermoso que me permite disfrutar la poesía desde ambos lados del espejo, pero, ¿disfrutar de esta dualidad literaria le fuerza a uno a permanecer al otro lado del río? No.
Soy poeta, efectivamente, aun para aquellos que ignoran que mis versos se derraman ya por las páginas de varios libros. Soy editor, para aquellos que no vieron que más allá de mis versos me he sostenido también en la cadencia de las palabras de otros poetas no muy lejanos. Y no me corten por favor la mano derecha, que aun siendo zurdo la diestra es capaz de manejarse, ni dejen mi izquierda ciega, pues sin su compañera los abrazos serían menos.
Carlos Barral. Poeta grande, editor grande. Descubridor de autores como Cortazar o Mario Vargas, entre otros.
Yo no sé a dónde me conducirá La Compañía de Versos, no sé si su nombre se hará grande o hará grande el nombre de otros compañeros, pero hoy por hoy me cansé de decir que yo antes era poeta, que lo sigo siendo, antes que editor o fotógrafo o lo que ustedes quieran. Soy poeta-editor, editor-poeta, como ustedes quieran, pero ante todo INDIVISIBLE.

¿Blasfemo o cuerdo? ¿Esa es la cuestión?



Soy consciente de que quizás no sea este el mejor momento para divagar sobre nada en concreto, sobre todo después de regresar de un viaje relámpago desde Cádiz, donde anoche presentamos el poemario "Al cerrar los ojos" de Luis García Gil, no en la tacita, sino en Sanlúcar de Barrameda, con el apoyo incondicional del Ateneo de la ciudad y su presidente Manuel Reyes, y de mi incondicional amiga Rosario Troncoso. Todo esto se traduce en un viaje de tres horas desde Granada, hasta la localidad gaditana, una casi duermevela de apenas cuatro horas, y un regreso cansado de otras tantas para llegar hoy sábado al trabajo temiendo una mañana larga y encontrarme con que los sistemas de la empresa no localizan el servidor remoto. Osea, traduciendo, la peor de mis pesadillas se hace realidad: desear un merecido descanso matutino y encontrarme frente a un ordenador que poco más que menos se ríe irónicamente de mí mientras los ojos me vencen en un paulatino esfuerzo por mantenerme al pie del cañón. No obstante he de decir, calmando los ánimos, que el refranero español, bien conocido, podría enmarcar esta pequeña aventura bajo las palabras de sarna con gusto no pica. Hace poco el poeta y escritor José Manuel Benítez Ariza escribía en su blog una breve referencia a la editorial La Compañía de Versos, y hablaba de la desazón que le producía ver los lazos de amistad que unían editorialmente a unos autores y otros bajo el sello de CVA, donde presumía unos entraban de la mano de otros, e igualmente vislumbraba esa soledad poética con la que se enfrentaba en sus primeros andares literarios con las editoras allá en los años ochenta. Y efectivamente, en parte debería de darle la razón. No ya en el hecho de que unos vengan de la mano de otros, pensamiento con el que discrepo, sino en la circunstancia de que el destino ha querido que la cartera de autores de La Compañía no sea simplemente una lista de nombres asociados a un catalogo de mercadeo de libros de distinta índole, sino una familia en la que orgullosamente unos poetas se apoyan en otros compartiendo un único deseo, fin o meta: la POESÍA. Y he aquí mi mayor orgullo como editor, conseguir que entre todos los poetas que se reúnen bajo CVA se dé fidelidad al nombre propio de la editorial, La Compañía, si bien haciendo caso a las palabras de la poeta Raquel Zarazaga el término de anónimos casi que queda relegado ya a un segundo término. Entenderán ahora, pues, la felicidad de mi viaje relámpago, pues a pesar del cansancio y de las horas de carretera el día me regaló un momento inolvidable, otro encuentro más con poetas que ya son amigos y que forman parte de esta familia que hemos formado cuidadosamente entre todos. Y ahora quizá deba preguntarme, o más bien inquirir al ordenador del trabajo que persiste en su falta de conexión remota al servidor, ¿realmente se reía con ironía en esta mañana de trabajo o me hacía un guiño cómplice como recompensa a las metas obtenidas?
No lo sé, ya decía, ahora no estoy en un momento adecuado para empezar a discernir. Y aunque empieza a despuntar el reloj ya el medio día, permítanme desearles lo que tanto ansío en este momento… unas dulces buenas noches.